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martes, 6 de febrero de 2024

La voz del pueblo y el suicidio de Sócrates



Lo hermoso de las bibliotecas, de los libros, es que éstos son como las cerezas. Tiras de uno, y éste arrastra a otros, a los que acaba por llevarte de modo inevitable. Se tejen así maravillosas relaciones, a veces en apariencia imposibles; vínculos entre situaciones o cosas cuyo principal hilo conductor eres tú mismo. A veces, sin embargo, esa asociación es fácil. Lógica. De las que saltan a la vista y de pronto te abruman porque, pese a ser evidentes, no habías sido capaz de verlas hasta ese momento. Eso me ocurrió el otro día, cuando pasaba las páginas de los Recuerdos de Sócrates de Jenofonte, el que también contó -porque estuvo en ella- la retirada de los 10.000 mercenarios griegos de Persia cuya epopeya conocemos por Anábasis. Desde que lo traduje en el cole vuelvo a Jenofonte de vez en cuando, pues la historia que aquellos hombres avanzando por territorio hostil, buscando el mar para volver a casa, rodeados de enemigos y sabiendo que la palabra derrota significaba exterminio, la he tenido presente muchas veces, y creo que es un estupendo símbolo, o útil vademécum, para muchos de los territorios inciertos por los que transita el hombre moderno.


Pero me desvío. Estaba con el amigo Jenofonte, como digo, y hojeándolo me fui a unas líneas que, a su vez, me hicieron levantarme y buscar en los estantes otro libro, y otro al fin, y al cabo terminé con cuatro o cinco de ellos abiertos alrededor, comparando citas y usando como llave maestra para todos ellos Una profesión peligrosa, de mi querido amigo el profesor Luciano Canfora. Y sucedió que al rato encendí la tele para ver un rato el telediario, y allí -son los azares maravillosos de la vida- salió un político de ésos con los que no terminas de tener claro si son unos sinvergüenzas o unos cantamañanas, aunque sospechas que navegan a remo y a vela, diciendo literalmente: «En una verdadera democracia, la voz del pueblo está por encima de cualquier ley». Y oyéndolo, fui y me dije anda tú, lo bien que suena y lo redondo que me lo habría tragado, a lo mejor, de no haberme pasado tres horas antes con Sócrates, Jenofonte, Canfora y alguno más, leyendo callado y con mucho respeto, no fueran a decir ellos de mí lo que Sócrates dijo que diría Eutidemo: «Nunca me preocupé de tener un maestro sabio, sino que me he pasado la vida procurando no sólo no aprender nada de nadie, sino también alardeando de ello».


Y es que eso es lo bueno de leer cosas. De saber por dónde te andas, o al menos intentarlo. Que cuando vives en una verdadera democracia y te llega un político sinvergüenza o un cantamañanas, o un híbrido de ambos, y te dice que la voz del pueblo -llámese Eutidemo o llámese como se llame- está por encima de la ley, te acuerdas de Sócrates. Y de pronto, lo que sonaba tan bien resulta que ya no suena tanto. Y te da la risa; o a lo mejor, si eres español y a estas alturas te quedan pocas ganas de reír, detalle comprensible, vas y te ciscas en su pastelera madre. Porque te acuerdas, por ejemplo, de la batalla de las islas Arginusas (año 406 a.C.), tras la que unos generales atenienses fueron juzgados y condenados por una asamblea popular que se pasó las formalidades legales por el forro de las túnicas. «Es intolerable que se impida al pueblo hacer su voluntad», argumentaron, proclamando la superioridad de esa voluntad del pueblo frente a la ley que, aplicada con rigor, habría exculpado a los generales. Y lo que es más significativo, amenazaron a los jueces, si se oponían al deseo del pueblo soberano, con ser declarados culpables junto a los generales. Por supuesto, los jueces se curaron en salud y se plegaron a la voluntad popular. Y los generales fueron ejecutados. Sólo Sócrates, que era uno de los jueces, se negó. Con un par. Ni voluntad popular ni pepinillos en vinagre, dijo. Él no reconocía otra autoridad que la ley. Y fue el único.


El pueblo ateniense nunca olvidó aquello. La opinión pública no perdonó que Sócrates se negara a aprobar que la vulneración de la ley, cuando se hace en nombre de una real o supuesta voluntad popular, pueda tolerarse por un Estado sólido, adulto, seguro de sí mismo y de sus instituciones. Y eso influyó más tarde en su proceso, cuando fue sentenciado a suicidarse bebiendo veneno. También allí, llegado el caso, Sócrates fue fiel a sí mismo. En vez de huir, como habría podido hacerlo, permaneció en Atenas, acató la ley que lo condenaba, y pagó con su vida aquella digna coherencia.


Ahora, por simple curiosidad, pregúntense ustedes cuántos políticos españoles saben quién fue Sócrates. Y lo que les importa.    

Don Arturo Pérez Reverte (Patente de Corso XLSemanal - 08/12/2014)

 Que tomen nota los afectados. Ni voluntad del pueblo ni hostias, aquí todos iguales ante la Ley. 

Que Fortuna nos aporte Sabiduría, que impida que políticos podridos, corruptos y miserables se indulten entre ellos para mantenerse en el poder  y jueces valientes que se lo impidan .  

jueves, 23 de noviembre de 2023

Esa gentuza

Pocos textos me representan como este. 

 Paso a menudo por la carrera de San Jerónimo, caminando por la acera opuesta a las Cortes, y a veces coincido con la salida de los diputados del Congreso. Hay coches oficiales con sus conductores y escoltas, periodistas dando los últimos canutazos junto a la verja, y un tropel de individuos de ambos sexos, encorbatados ellos y peripuestas ellas, saliendo del recinto con los aires que pueden ustedes imaginar. 

 No identifico a casi ninguno, y apenas veo los telediarios; pero al pájaro se le conoce por la cagada. Van pavoneándose graves, importantes, seguros de su papel en los destinos de España, camino del coche o del restaurante donde seguirán trazando líneas maestras de la política nacional y periférica. No pocos salen arrogantes y sobrados como estrellas de la tele, con trajes a medida, zapatos caros y maneras afectadas de nuevos ricos. Oportunistas advenedizos que cada mañana se miran al espejo para comprobar que están despiertos y celebrar su buena suerte. Diputados, nada menos. Sin tener, algunos, el bachillerato. Ni haber trabajado en su vida. Desconociendo lo que es madrugar para fichar a las nueve de la mañana, o buscar curro fuera de la protección del partido político al que se afiliaron sabiamente desde jovencitos. Sin miedo a la cola del paro. Sin escrúpulos y sin vergüenza. Y en cada ocasión, cuando me cruzo con ese desfile insultante, con ese espectáculo de prepotencia absurda, experimento un intenso desagrado; un malestar íntimo, hecho de indignación y desprecio. No es un acto reflexivo, como digo. Sólo visceral. Desprovisto de razón. Un estallido de cólera interior. Las ganas de acercarme a cualquiera de ellos y ciscarme en su puta madre.


Sé que esto es excesivo. Que siempre hay justos en Sodoma. Gente honrada. Políticos decentes cuya existencia es necesaria. No digo que no. Pero hablo hoy de sentimientos, no de razones. De impulsos. Yo no elijo cómo me siento. Cómo me salta el automático. Algo debe de ocurrir, sin embargo, cuando a un ciudadano de 57 años y en uso correcto de sus facultades mentales, con la vida resuelta, cultura adecuada, inteligencia media y conocimiento amplio y razonable del mundo, se le sube la pólvora al campanario mientras asiste al desfile de los diputados españoles saliendo de las Cortes. Cuando la náusea y la cólera son tan intensas. Eso me preocupa, por supuesto. Sigo caminando carrera de San Jerónimo abajo, y me pregunto qué está pasando. Hasta qué punto los años, la vida que llevé en otro tiempo, los libros que he leído, el panorama actual, me hacen ver las cosas de modo tan siniestro. Tan agresivo y pesimista. Por qué creo ver sólo gentuza cuando los miro, pese a saber que entre ellos hay gente perfectamente honorable. Por qué, de admirar y respetar a quienes ocuparon esos mismos escaños hace veinte o treinta años, he pasado a despreciar de este modo a sus mediocres reyezuelos sucesores. Por qué unas cuantas docenas de analfabetos irresponsables y pagados de sí mismos, sin distinción de partido ni ideología, pueden amargarme en un instante, de este modo, la tarde, el día, el país y la vida.


Quizá porque los conozco, concluyo. No uno por uno, claro, sino a la tropa. La casta general. Los he visto durante años, aquí y afuera. Estuve en los bosques de cruces de madera, en los callejones sin salida a donde llevan sus irresponsabilidades, sus corruptelas, sus ambiciones. Su incultura atroz y su falta de escrúpulos. Conozco las consecuencias. Y sé cómo lo hacen ahora, adaptándose a su tiempo y su momento. Lo sabe cualquiera que se fije. Que lea y mire. Algún día, si tengo la cabeza lo bastante fría, les detallaré a ustedes cómo se lo montan. Cómo y dónde comen y a costa de quién. Cómo se reparten las dietas, los privilegios y los coches oficiales. Cómo organizan entre ellos, en comisiones y visitas institucionales que a nadie importan una mierda, descarados e inútiles viajes turísticos que pagan los contribuyentes. Cómo se han trajinado -ahí no hay discrepancias ideológicas- el privilegio de cobrar la máxima pensión pública de jubilación tras sólo 7 años en el escaño, frente a los 35 de trabajo honrado que necesita un ciudadano común. Cómo quienes llegan a ministros tendrán, al jubilarse, sólidas pensiones compatibles con cualquier trabajo público o privado, pensiones vitalicias cuando lleguen a la edad de jubilación forzosa, e indemnizaciones mensuales del 100% de su salario al cesar en el cargo, cobradas completas y sin hacer cola en ventanillas, desde el primer día.


De cualquier modo, por hoy es suficiente. Y se acaba la página. Tenía ganas de echar la pota, eso es todo. De desahogarme dándole a la tecla, y es lo que he hecho. Otro día seré más coherente. Más razonable y objetivo. Quizás. Ahora, por lo menos, mientras camino por la carrera de San Jerónimo, algunos sabrán lo que tengo en la cabeza cuando me cruzo con ellos.


Arturo Pérez-Reverte "El Semanal" 5 de Julio de 2009.


 Pobre del que haya perdido su capacidad de indignarse y justifique corruptelas presentes con corrupciones pasadas, estará perdido. 

 Me resulta muy curioso que yo, que critiqué las composiciones de los Tribunales Constitucionales y el Consejo General del Poder Judicial en este blog con parecida vehemencia que ahora, era aplaudido entonces por algunos o muchos. Cuando critico con parecida, no más, vehemencia a los del otro lado casi se me considera de ultraderecha. 

 Mi pensamiento no ha variado ni mi indignación tampoco. 


 Defender lo que defendía el Psoe hace unos meses ahora es casi ser un fascista que no quiere la convivencia, manda huevos que poca falta de ética y de estética. 

 Vean el video, por favor, son apenas unos segundos. 



 Sin vergüenza, sin pudor. 

 Que Fortuna nos ampare. 

 No podre contestar en breve, un saludo a todos, a los que piensan como yo y a los otros,  a los "equivocados"...😇😇😇

martes, 25 de julio de 2023

Sobre Hemingway


 Los niños. Eso es siempre lo peor, en cualquier guerra; pero todavía hoy, cada vez que veo las viejas imágenes en blanco y negro, o las fotos desvaídas de hace sesenta años, me remuevo incómodo en el asiento al verlos pasar ante mí, llorando de la mano de sus padres por la frontera camino del exilio, agazapados en un portal mirando hacia arriba mientras suena el estrépito de las bombas, haciendo colas con ojos grandes de hambre y miedo para conseguir un mendrugo de pan. El cadáver en la cuneta, el soldado que tiembla de frío en el frente de Huesca, el inválido ayudado por los compañeros que es empujado por los gendarmes franceses mientras se le cae la manta raída de los escuálidos hombros… Estos otros personajes son adultos; saben, o al menos deben saber qué diablos está ocurriendo. Por eso me producen menos compasión que esas docenas de ojos de críos que miran sin comprender. Que todavía hoy, medio siglo y una década más tarde, congelados en las sales de plata de la película fotográfica donde ya nunca envejecerán ni morirán, siguen mirándonos con ojos espantados que son una acusación, una denuncia, un insulto, un recordatorio de nuestro oprobio, nuestra vergüenza y nuestra locura.


Esa guerra civil no la viví; pero he vivido otras y sé que siempre son la misma. Esa guerra civil no la presencié, pero me la contaron cuando niño, mientras aún estaban frescas las heridas, la huella de la metralla en los muros de los edificios; cuando todavía había hombres y mujeres en cárceles y en el exilio y cuando el general Franco aún firmaba sentencias de muerte. De las veladas alrededor de la mesa de camilla de mi abuelo recuerdo historias de bombardeos, y de ejecuciones públicas para después, ante los cadáveres hacer desfilar a las tropas a fin de que tomases buena cuenta de ello. Historias de héroes y de gentuza, mezclados unos con otros; indiferenciados bajo el mono azul de miliciano, la boina de requeté o la camisa azul de Falange. Relatos escalofriantes de amigos, vecinos y parientes detenidos de madrugada, sacados de su casa en pijama mientras la mujer y los hijos imploraban en la escalera; juzgados en tribunales sumarísimos, torturados en chekas, fusilados ante un paredón bajo la bendición de un cura con el yugo y las flechas bordado en la sotana, o asesinados a la luz de los faros de un camión en cualquier carretera. Esas viejas carreteras españolas, las monótonas autovías, también nos borraron esa memoria, donde muchos años después aún me estremecía al ver los pequeños monumentos conmemorativos de lugares donde hombres de toda condición e ideología fueron asesinados con las luces del alba. Un nombre, una fecha, a veces una cruz. A veces flores secas.


Cada uno de nosotros tiene una, veinte historias familiares. Estúpidos aquellos jóvenes que no acuden a sus mayores a que se las cuenten, antes de que estas historias se extingan con ellos y duerman en el silencio sin aportar nada a las generaciones que no lo vivieron, haciendo imposibles la lucidez y la experiencia. Mis mayores han muerto, o están muriendo poco a poco, pero el niño curioso que fui logró arrancar un puñado de esas historias al olvido, y ahora lamento que no hubieran sido más. Lamento las horas perdidas sin preguntar a aquellos que ya no están conmigo.


Eran —son— las historias de cada uno de nosotros: de nuestros padres y nuestras madres y nuestros abuelos. Así pude saber, así sé, del tío Lorenzo, que cruzó el Ebro con diecisiete años y el agua por la cintura, con dos cojones, un máuser en las manos y los dientes apretados, que recibió un balazo y volvió a casa de sargento republicano con dieciocho años, y que nunca cumplió los veinte. Así pude saber de cuando mi abuelo Arturo pasó cuatro horas bajo un bombardeo, pegado a la pared de un polvorín; o de cuando una noche unos milicianos quisieron llevárselo a dar un paseo porque había cenado a la luz de una vela y eso, decían, era señales para la aviación nacional. O de cuando sus antiguos compañeros de la Armada quisieron fusilarlo por haber permanecido fiel a la República. Así supe de mi madre con doce años llevándole comida a la cárcel a Pencho, mi otro abuelo, y cómo siempre pedía a los carceleros darle la fiambrera en persona, para así verlo un instante entre las rejas de un portillo y contarle a mi abuela que seguía vivo. O de mi tío Antonio que todavía, con setenta tacos largos, llora cuando recuerda el día en que le llevó, teniendo trece años, en bicicleta, una tortilla de patatas hecha por su madre a su hermano, cuya brigada pasó un día a treinta kilómetros de Cartagena. O de mi abuela María Cristina paralizada en mitad de la calle en mitad de un bombardeo alemán. O de mi tío Peque, que aprovechaba los ataques aéreos para ir corriendo por las calles desiertas, llenas de cristales rotos, y ponerse el primero en la cola del pan antes de que la gente saliera de los refugios. O de mi padre, caminando en una de las filas de soldados a uno y otro lado de la carretera, la manta al hombro y el fusil a la espalda, camino del matadero, salvado de casualidad porque un comisario se detuvo junto a él y preguntó quién de aquella fila tenía estudios y sabía escribir a máquina. O del tío de mi madre fusilado porque un vecino era militar, y los del piquete, que eran analfabetos, se equivocaron de piso. O la cajita de lata que siempre conservó, hasta su fallecimiento, mi abuela Juana, con las cartas escritas desde el frente por su hijo muerto, la bala que le sacaron en su primera herida, y el trozo de madera que, a falta de anestesia, apretó entre los dientes mientras le arreglaban el agujero que le hicieron en Belchite.


Cuántos muertos, y cuánto horror, y cuántos sueños, y cuánto heroísmo, y cuánta sangre, y cuánta mierda acumulado en sólo tres años. Curas santificando balas y justificando ejecuciones o siento torturados como animales, hasta morir. Generales, comandantes, soldados; heroicos y abyectos, y a menudo ambas cosas a la vez. Épica y barbarie, la mejor infantería del mundo contra la mejor infantería del mundo; Caín en plena forma, lo más hermoso y lo más miserable de nuestra tierra y nuestra raza maldita. Chusma acuchillando a los desvalidos, miserables aprovechándose del río revuelto, cambiando de chaqueta, congraciándose con el poderoso. Hombres honrados poniéndose en pie para pelear. Ojos de miedo y desesperación, balazos y bayonetas, casa por casa en Teruel, en la Ciudad Universitaria, monte arriba en Somosierra, Arriba España entre los escombros del alcázar de Toledo, Viva la República en el valle del Jarama. Moros, legionarios, milicianos, héroes y cobardes, vivos y muertos. El patio del Cuartel de la Montaña en esa foto terrible, el suelo lleno de cadáveres, España eterna que se repite a sí misma en el ritual de la muerte y la tragedia. Plaza de toros de Badajoz, barcos prisión, españoles fusilados por comisarios húngaros o franceses o por legionarios alemanes o fascistas italianos, por hijos de puta que ni siquiera sabían hablar castellano y vinieron aquí a mojar en la sangre y en la muerte que sólo era de nuestra incumbencia, sin que a ellos les hubiera dado nadie maldita vela en nuestro entierro. Mujeres rapadas al cero, hombres humillados ante sus familias y sus vecinos, pidiendo clemencia o escupiendo a la cara a sus verdugos. Y esa foto que tanto me impresiona, la del español bajito y moreno con camisa blanca, que acaba de rendirse y al que llevan a fusilar, y que levanta los brazos resignado, fatalista, con una colilla en la boca. Esa colilla, ya lo escribí una vez, que siempre tenemos en la boca los españoles cuando nos llevan al paredón.


Dios. Cómo amo y cómo detesto a este país nuestro, cada vez que miro esas fotos. Cómo me enternecen esos rostros que son el rostro de nuestra tragedia, de nuestra desgracia. Pobre gente y pobre España. Qué guerra tan atroz, y tan española, o tan atroz por española. Una guerra civil como Dios manda, guerra civil de la buena, la que enfrenta a hermano contra hermano, a hijo contra padre, a vecino contra vecino. En ninguna guerra como en ésa, la que tuvimos, las que tuvimos antes, y las que a unos cuantos desalmados e irresponsables no les importaría que volviéramos a tener, aflora toda la ruindad que albergan los rincones oscuros del corazón del hombre. Los viejos rencores, la envidia, el odio vecinal tan propios de la condición humana y tan nuestros; tan españoles. Tú me quitaste la novia, tú desviaste el agua de la acequia, tú mataste un conejo en mis tierras, tú me negaste el pan, tú publicaste aquel libro, tú fuiste feliz y yo no. Delaciones, chivatazos, ajustes de cuentas, canallas que medran con el dolor, y el sufrimiento de los otros, desgraciados que se humillan para comer, o para sobrevivir. Cárceles, campos de batalla, cementerios, exiliados, Machado muriéndose enfermo de pena en el extranjero, Max Aub, Sender, tantos pobres hombres, mujeres y niños anónimos, perdidos. Españoles detenidos en Rusia y enviados a Siberia, niños de la guerra que luego morirán peleando en Stalingrado, franceses miserables que humillan a los vecinos, a los fugitivos, en la frontera, y que después los entregarán atados de pies y manos a los carniceros nazis…


Cielo santo. Cómo nos dio por el saco todo Dios, todo el mundo, toda Europa, estrangulando a este pobre, entrañable, desgraciado y viejo país. A esta pobre, entrañable, desgraciada y vieja gente nuestra. No es cierto que nos ayudaran; déjenme de milongas pamperas, de camelos retóricos, de demagogia. El arriba firmante se cisca en la solidaridad internacional de las derechas y las izquierdas, en los discursos y en la mandanga. Aquí a la España en guerra, se asomó todo Cristo a ver qué podía mojar en la salsa, a fumarse nuestro tabaco y a quemarnos los muebles. Comprendo que fuéramos un espectáculo apasionante: sangre, vino, mujeres guapas, guerra, romanticismo, intereses estratégicos, barbarie ancestral. Pero que no me vengan con historias de hermandades solidarias. Yo he pasado veintiún años yendo a guerras que no eran mías, y sé de qué iba Hemingway. Por eso me cisco en Hemingway y en la madre que lo parió.

La guerra que todos perdimos

18 Jul 2023 Don Arturo Pérez-Reverte. (Zenda Libros)

 

 Lógicamente los responsables de las guerras civiles nunca mueren, los que ganan se quedan y toman represalias y los que pierden  huyen y en exilios subvencionados nos dan lecciones magistrales de lo que hubo que haber hecho y ellos no hicieron.  

 En este país, no han pasado cien años sin una Guerra entre nosotros. Que tomen nota los implicados, porque, como dice Don Arturo, aquí nadie vendrá a ayudarnos, ya ha pasado antes y volverá a pasar. 

 Que Fortuna nos sea propicia. 

Subnormales y sinvergüenzas.

  Aviso: Esta entrada utiliza términos para clasificar a personajes que pudieran ser calificados como ofensivos pero son descriptivos. Mente...