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martes, 31 de mayo de 2022

La merienda del niño

 Divorciado. Mi amigo Paco –lo llamaremos Paco para no complicarle más la vida– es divorciado desde hace tiempo, de ésos a los que la mujer, un día y como si no viniera a cuento, aunque siempre viene, le dijo: «Ahí te quedas, gilipollas, porque me tienes harta», y se largó de casa. Al principio, como tienen un hijo de ocho años, la cosa funcionó en plan amistoso, pensión de mutuo acuerdo y demás, tú a Boston y yo a California. Pero la ex legítima, cuenta Paco, se juntó con unas cuantas amigas también divorciadas que empezaron a crear ambiente. Cómo dejas que ese hijoputa se vaya de rositas, sácale los tuétanos, y cosas así. Lo normal. Además, una de las compis era abogada, así que Paco lo tenía claro. Su ex lo pensó mejor, se le puso flamenca, y al año de separarse le había quitado la casa, el coche, el perro, las tres cuartas partes del sueldo y la custodia del niño. «Y no me quitó la moto -dice Paco-, porque me arrastré como un gusano, suplicando que me la dejara».


Desde entonces, un día a la semana, mi amigo va a recoger a su hijo al cole. En Madrid. Se trata, me cuenta, de uno de esos colegios pijoprogres de barrio ídem, por Chamberí, con papis modernos y enrollados –«como lo era yo, te lo juro, hasta que esa zorra me dio por saco», matiza Paco–, donde a las criaturas se les quita horas de Lengua, de Historia y de Ciencias para darles Valores y Buen Rollito, Estabilidad Emocional, Dinámica de Grupo, Gramática de Género y Génera, Convivencia de Civilizaciones, Acogida a Refugiados y otras materias de vital importancia.


Paco tiene mala imagen en el cole de su hijo. Seguramente se debe a que el curso pasado, en la fiesta de Halloween, o de Acción de Gracias, o del Ramadán, una de ésas –Navidad o Reyes no eran, seguro, pues no se celebran para no ofender a los padres y niños no creyentes–, donde el asunto para disfrazar a los niños eran los piratas del Caribe, a Paco se le ocurrió vestir a su hijo, que le tocaba en casa ese día, con un parche en el ojo y una espada de plástico. Y cuando la profesora vio llegar al niño de la mano de su padre, lo primero que hizo fue quitarle el parche y la espada. El parche, dijo indignada, porque podía herir la sensibilidad de las personas con alguna minusvalía de visión ocular; y la espada de plástico, porque en ese colegio las armas estaban prohibidas. Y cuando Paco argumentó que los piratas llevaban armas para sus abordajes y masacres, la profe zanjó el asunto con un seco: «También había piratas buenos».


Pero la peor fama de Paco en el colegio de su hijo, piratas y parche aparte, viene de la cosa alimentaria: la merienda. No hay una sola madre con hijo allí que no sea una talibán de la alimentación sana; y como el gran enemigo de las madres progres son la harina refinada y las bebidas carbonatadas, cuando acuden a buscar a los niños todas van provistas de fruta ultrasana, zumo de papaya virgen, pan de pipas, pan integral con levadura madre enriquecida con semillas, jamón york ecológico, queso de leche de soja o tortilla de huevos de gallinas salvajes que viven en libertad, igualdad y fraternidad. Los carbohidratos, naturalmente, sólo se consienten en los cumpleaños; y según cuenta Paco, basta pronunciar la palabra Nocilla para ganarte una oleada de miradas asesinas. Al principio, dice, esperaba a su hijo en la puerta del cole con la moto y un donut o un bollicao. «Y como los otros críos miraban al mío con envidia, no puedes imaginarte el odio con el que me trataban algunas madres. Como si fuera un terrorista. Hasta dejaron de invitar a mi hijo a los cumpleaños y fiestas de pijamas». Alguna, incluso, hasta se ha chivado a la del niño: «Deberías vigilar lo que le da de comer tu ex marido».


Así que, en los últimos tiempos, Paco y su vástago han pasado a la clandestinidad en cuestión de meriendas, utilizando entre ellos una jerga en código que los protege de la Gestapo materno-escolar. Cuando el enano sale de clase con los compañeros, ya está adiestrado para preguntar a su padre cosas como «¿Qué hay de lo que tú sabes?», a lo que Paco responde, tras mirar prudente a un lado y a otro: «Tranqui colega, ahora te lo paso». Entonces el zagal le guiña un ojo y pregunta, susurrando esperanzado: «¿Foskito?». Pero Paco mueve la cabeza: «Hoy toca zoológico», responde. Y mientras suben a la moto, clandestinamente, ocultándolo bajo el anorak de su hijo, le pasa la pantera rosa o el tigretón.




 Don Arturo Pérez-Reverte, publicado en XL Semanal el 13 de noviembre de 2016.


 Créanme yo también soy Paco, he sufrido en mis carnes a las Asociaciones de Padres (y Madres, claro).   De hecho tengo dos muescas en mi fusil, muestra de orgullo y satisfacción he sido expulsado de dos grupos de "guasap" de HAmpas

 Como reflexión diré que por privado una ingente cantidad de personas y personos me dieron la razón.   Hecho este que me es indiferente porque yo sabia que la tenia, pero anima, no lo niego.  


 Que Fortuna aleje a los idiotas. 

lunes, 1 de noviembre de 2021

Mariconadas

La semana pasada me autocensuré. No es frecuente y me costó, pero lo hice. Escribí un párrafo y al releer el artículo volví sobre él, dándole vueltas. Había escrito: respondí que una gabardina corta, amén de poco práctica, era una mariconada. Y la mirada de veterano, la de los mil metros, tropezaba en la última palabra. Son muchos años y mucha tecla. Da igual, concluí tras un rato, que en los veinticinco años que llevo escribiendo esta página haya hablado siempre con afecto y respeto de los homosexuales y sus derechos, antes incluso de la explosión elegetebé y otras reivindicaciones actuales. Que les haya dedicado artículos como un remoto Yo también soy maricón o el Parejas venecianas que figura destacado en numerosas páginas especializadas. Pese a todo, me dije, y conociendo a mis clásicos, si dejo mariconadas en el texto la vamos a liar, y durante un par de días todos los cantamañanas e inquisidores de las redes sociales desplegarán la cola de pavo real a mi costa. Tampoco es que eso me preocupe, a estas alturas. Pero a veces me pilla cansado. Me da pereza hacer favores a los oportunistas y los idiotas. Así que, aunque no sean sinónimos, cambié mariconada por gilipollez, y punto.


Luego me quedé pensando. Y como pueden comprobar, aún lo hago. Censura exterior y autocensura propia. Ahora lamento haber cedido. Llevo en el oficio de escritor y periodista medio siglo exacto, tiempo suficiente para apreciar evoluciones, transformaciones e incluso retrocesos. Y en lo que se refiere a libertad de expresión, a ironía, a uso del lenguaje como herramienta eficaz, retrocedemos. No sólo en España, claro. Es fenómeno internacional. Lo que pasa es que aquí, con nuestra inclinación natural a meter la navaja en el barullo cuando no corremos riesgos –miserable costumbre que nos dejaron siglos de Inquisición, de confesonario, de delatar al vecino porque no comía tocino o votaba carcundia o rojerío–, la vileza hoy facilitada por el anonimato de las redes sociales lo pone todo a punto de nieve. Nunca, en mi larga y agitada vida, vi tanta necesidad de acallar, amordazar a quien piensa diferente o no se pliega a las nuevas ortodoxias; a lo políticamente correcto que –aparte la gente de buena fe, que también la hay– una pandilla de neoinquisidores subvencionados, de oportunistas con marca registrada que necesitan hacerse notar para seguir trincando, ha convertido en argumento principal de su negocio.


Y que quede claro: no hablo de mí. A cierta edad y con la biografía hecha, cruzas una línea invisible que te pone a salvo de muchas cosas. Un novelista o un periodista a quien sus lectores conocen puede permitirse lujos a los que otros más jóvenes no se atreven, porque ellos sí son vulnerables. A Javier Marías, Vargas Llosa, Eslava Galán, Ignacio Camacho, Juan Cruz, Jorge Fernández Díaz, Élmer Mendoza y tantos otros, nuestros lectores nos ponen a salvo. Nos blindan ante las interpretaciones sesgadas o la mala fe. Nos hacen libres hasta para equivocarnos.


Sin embargo, escritores y articulistas jóvenes sí pueden verse destrozados antes de emprender el vuelo. Algunos de mis mejores amigos, de los más brillantes de su generación y con ideas políticas no siempre coincidentes entre ellos –eludo sus nombres para no comprometerlos, lo cual es significativo–, se tientan la ropa antes de dar un teclazo, y algunos me confiesan que escriben bajo presión, esquivando temas peliagudos, acojonados por la interpretación que pueda hacerse de cuanto digan. Por si tal palabra, adjetivo, verbo, despertará la ira de los farisaicos cazadores que, sin talento propio pero duchos en parasitar el ajeno, medran y engordan en las redes. Hasta humoristas salvajes como Edu Galán y Darío Adanti, los de Mongolia, valientes animales que no respetan ni a la madre que los parió, meten un cauto dedo en ciertas aguas antes de zambullirse en ellas. Y así, poco a poco, fraguamos un triste devenir donde nadie se atreverá a decir lo que de verdad quiere decir, sea o no correcto, sea o no acertado, sea o no la verdad oficial, ni a hacerlo de forma espontánea, sincera, por miedo a las consecuencias.


Y bueno. Qué quieren que les diga. No envidio a esos escritores y periodistas obligados a trabajar en el futuro –algunos ya en el presente– con un inquisidor íntimo sentado en el hombro, sopesando las consecuencias sociales de cada teclazo. Porque así no hay quien escriba nada. Lo primero que desactiva a un buen periodista, a un buen novelista, a cualquiera, es vivir con miedo de sus propias palabras.


 Arturo Pérez Reverte. Publicado el 23 de septiembre de 2018 en XL Semanal.

Siempre genial Forges.


 Vivimos en un mundo que resume a una persona en trescientos caracteres o un titular. No se puede actuar de forma inteligente, no leer, no navegar en textos largos, no recorrer los escritos, callar aunque estés en contra o difieras, la ex-comunión nunca estuvo tan presente, los inquisidores nunca llegaron tan lejos y a tanta gente. "O estas conmigo o contra mi y atente a las consecuencias, al ostracismo, a la ruina..", es el escondido mensaje los "sumos socerdotes".

 En otro orden, vivimos en un mundo de "hespertos" y "hespecialistas" que dicen saber mucho de un poco, pero, en no pocas ocasiones, carecen de la curiosidad necesaria para acceder al "Saber", a la percepción global de las cosas, de la Naturaleza, del Hombre, esa curiosidad, ese no tener miedo al error que te lleva a ese click que suena cuando todo encaja después de muchos errores. Ya nadie falla, es curioso. 

 Tener conocimientos de óptica no es sinónimo de saber ver, esto se confunde y mezcla en no pocas ocasiones con las declaraciones de los "cuñaos" que dicen saber de todo para esconder que no saben de nada. Es un barro peligroso. 

 En su infatigable marcha hacia la ignorancia ilustrada, se convierten en inquisidores, en predicadores, en médicos de sanos y reparadores de lo que no tiene tara alguna. Es más fácil buscar una enfermedad donde no la hay que curar al que no esta sano. 

 En mi opinión, nunca la ignorancia estuvo tapada con tantos escritos y tanta referencia tortuosa, tanto titulo vacío y tanto estudio desperdiciado.

 Es un nuevo modelo de personaje este, el ignorante del siglo XXI, creo yo. Quizás algún día se estudie,  o no, vaya usted a saber,. Quizás sea necesario un nuevo anónimo que escriba "Un lazarillo de Tormes" adecuado a estos tiempos, quizás le llame "El sabillo de las hondas" y le retrate para siglos venideros. 

 En mi caso, yo prefiero ser el ignorante tradicional, por lo menos pregunto, que no es poco. Siempre defiendo que es mejor preguntar y parecer idiota que no preguntar y confirmarlo. 

 Mientras me desasno procuro esquivar a predicadores e inquisidores aunque, no lo niego, algunas veces me gusta "meter la mosca al ganao" y otras desearía liarme a palos con ellos... tampoco lo niego

 Que Fortuna nos aporte tolerancia. 

P.D, Disculpen la puntuación y la redacción. 


jueves, 10 de junio de 2021

Aquí, señor obispo, morimos todos.


 Ya ni siquiera se estudia en los colegios, creo. Moros y cristianos degollándose, nada menos. Carnicería sangrienta. Ese medioevo fascista, etcétera. Pero es posible que, gracias a aquello, mi hija no lleve hoy velo cuando sale a la calle. Ocurrió hace casi ocho siglos justos, cuando tres reyes españoles dieron, hombro con hombro, una carga de caballería que cambió la historia de Europa. El próximo 16 de julio se cumple el 798 aniversario de aquel lunes del año 1212 en que el ejército almohade del Miramamolín Al Nasir, un ultrarradical islámico que había jurado plantar la media luna en Roma, fue destrozado por los cristianos cerca de Despeñaperros. Tras proclamar la yihad -seguro que el término les suena- contra los infieles, Al Nasir había cruzado con su ejército el estrecho de Gibraltar, resuelto a reconquistar para el Islam la España cristiana e invadir una Europa -también esto les suena, imagino- debilitada e indecisa.


Los paró un rey castellano, Alfonso VIII. Consciente de que en España al enemigo pocas veces lo tienes enfrente, hizo que el papa de Roma proclamase aquello cruzada contra los sarracenos, para evitar que, mientras guerreaba contra el moro, los reyes de Navarra y de León, adversarios suyos, le jugaran la del chino, atacándolo por la espalda. Resumiendo mucho la cosa, diremos que Alfonso de Castilla consiguió reunir en el campo de batalla a unos 27.000 hombres, entre los que se contaban algunos voluntarios extranjeros, sobre todo franceses, y los duros monjes soldados de las órdenes militares españolas. Núcleo principal eran las milicias concejiles castellanas -tropas populares, para entendernos- y 8.500 catalanes y aragoneses traídos por el rey Pedro II de Aragón; que, como gentil caballero que era, acudió a socorrer a su vecino y colega. A última hora, a regañadientes y por no quedar mal, Sancho VII de Navarra se presentó con una reducida peña de doscientos jinetes -Alfonso IX de León se quedó en casa-. Por su parte, Al Nasir alineó casi 60.000 guerreros entre soldados norteafricanos, tropas andalusíes y un nutrido contingente de voluntarios fanáticos de poco valor militar y escasa disciplina: chusma a la que el rey moro, resuelto a facilitar su viaje al anhelado paraíso de las huríes, colocó en primera fila para que se comiera el primer marrón, haciendo allí de carne de lanza.


La escabechina, muy propia de aquel tiempo feroz, hizo época. En el cerro de los Olivares, cerca de Santa Elena, los cristianos dieron el asalto ladera arriba bajo una lluvia de flechas de los temibles arcos almohades, intentando alcanzar el palenque fortificado donde Al Nasir, que sentado sobre un escudo leía el Corán, o hacía el paripé de leerlo -imagino que tendría otras cosas en la cabeza-, había plantado su famosa tienda roja. La vanguardia cristiana, mandada por el vasco Diego López de Haro, con jinetes e infantes castellanos, aragoneses y navarros, deshizo la primera línea enemiga y quedó frenada en sangriento combate con la segunda. Milicias como la de Madrid fueron casi aniquiladas tras luchar igual que leones de la Metro Goldwyn Mayer. Atacó entonces la segunda oleada, con los veteranos caballeros de las órdenes militares como núcleo duro, sin lograr romper tampoco la resistencia moruna. La situación empezaba a ser crítica para los nuestros -porque sintiéndolo mucho, señor presidente, allí los cristianos eran los nuestros-; que, imposibilitados de maniobrar, ya no peleaban por la victoria, sino por la vida. Junto a López de Haro, a quien sólo quedaban cuarenta jinetes de sus quinientos, los caballeros templarios, calatravos y santiaguistas, revueltos con amigos y enemigos, se batían como gato panza arriba. Fue entonces cuando Alfonso VII, visto el panorama, desenvainó la espada, hizo ondear su pendón, se puso al frente de la línea de reserva, tragó saliva y volviéndose al arzobispo Jiménez de Rada gritó: «Aquí, señor obispo, morimos todos». Luego, picando espuelas, cabalgó hacia el enemigo. Los reyes de Aragón y de Navarra, viendo a su colega, hicieron lo mismo. Con vergüenza torera y un par de huevos, ondearon sus pendones y fueron a la carga espada en mano. El resto es Historia: tres reyes españoles cabalgando juntos por las lomas de Las Navas, con la exhausta infantería gritando de entusiasmo mientras abría sus filas para dejarles paso. Y el combate final en torno al palenque, con la huida de Al Nasir, el degüello y la victoria.


¿Imaginan la película? ¿Imaginan ese material en manos de ingleses, o norteamericanos? Supongo que sí. Pero tengan la certeza de que, en este país imbécil, acomplejado de sí mismo, no la rodará ninguna televisión, ni la subvencionará jamás ningún ministerio de Educación, ni de Cultura.


Original aquí


 Antes, algunas veces, los jefes iban por delante asumiendo riesgos y dando ejemplo en vez de predicando consejos.  Por eso me gusta esta Historia

 Mañana viernes, el Pendón de las Navas de Tolosa que esta en el Monasterio de las Huelgas Reales de Burgos saldrá a ser visto por el personal en la Fiesta del Curpillos. Este año no habrá la Fiesta del Parral que sigue  a la salida del Pendón y donde afianzamos nuestra cristiandad con chorizo, morcilla, panceta y todos esos alimentos impuros para el sarraceno, no lo haremos por la epidemia, no por falta de ganas, pero bueno.. 

 Mientras... yo sigo contándoles esta Historia a mis hijos, con mis capacidades y mis escasos conocimientos. Les hago recordar y aprender estas cosas, antes que cualquier idiota de los muchos que tiran de pesebre en este país diga que sacar el Pendón de las Navas de Tolosa puede herir sensibilidades  Imagino que si todavía no se ha dicho algún día saldrá algún iluminado para superar el nivel de gilipollez imperante, cosa difícil, pero no imposible y mucho menos improbable. 

También les digo que es muy razonable pensar que con el dinero que se recaudó al infiel en la victoria de las Navas de Tolosa se costease, en gran parte,  esa obra maestra que tenemos por catedral y que este año cumple 800 años. Les cuento que me pasé muchas horas de joven dentro de la catedral y  que no hace falta ser católico para sentir ese edificio. Otro día hablamos de la Catedral.

 Otro día también hablaremos de esa permisividad estúpida con determinados individuos que predican determinados tipos de teocracia, mientras crucifican a otros que no han hecho nada.  Por hoy ya vale.


Que Fortuna les sea propicia.

martes, 28 de agosto de 2018

Ni barcos ni honra

Mapa de Cuba

“Salga V.E. inmediatamente”, fue la última y escueta orden oficial. Después, por supuesto, todos se lavaron las manos y nadie fue responsable de nada, como ocurre y ocurrirá siempre en este país desgraciado: ni el gobierno timorato y débil, ni los generales y almirantes que callaron por no comprometer su carrera, ni la prensa demagógica y bocazas que durante meses enardeció los ánimos y empujó a los políticos a tomar decisiones en las que no creían. Después, cuando las viudas y los huérfanos preguntaron el porqué de aquella carnicería estúpida, todos miraron hacia otra parte o plantearon vagos lugares comunes sobre la patria, la honra y la bandera. Una vez cometidos, durante largos años, todos los errores y torpezas imaginables en lo que a España le quedaba de colonias ultramarinas, sólo quedaba por determinar el lugar exacto donde rubricar el desastre. Y el lugar acababa de ser elegido: Santiago de Cuba. Aquel 2 de junio de 1898, ellos, los marinos españoles bloqueados en el puerto por la potente escuadra norteamericana, sin el armamento adecuado y sin carbón para las máquinas, recibían la orden de hacerse a la mar a toda costa, en sus buques de madera frente a los acorazados de acero yanquis. La isla estaba a punto de perderse y la flota bloqueada podía caer en manos enemigas en el mismo puerto. Así que, ignorando la sugerencia de volar los barcos y hacer que las dotaciones combatieran en tierra, desde Madrid y desde la Habana se les ordenó salir al día siguiente y ofrecer combate, sabiendo bien que los mandaban de cabeza al desastre.


"El almirante Cervera y los comandantes de su escuadra eran profesionales veteranos y no se hacían ilusiones. Sabían que no podían ganar."
Porque la desproporción de fuerzas era abrumadora: tres cruceros (Infanta María Teresa, Oquendo, Vizcaya) con débil blindaje, un crucero (Cristóbal Colón) que con improvisación muy española de entonces, y de siempre, había zarpado de Cádiz sin tiempo para que le montaran la artillería gruesa, y dos modernos y frágiles destructores contratorpederos (Furor, Plutón), por completo vulnerables a las bocas de fuego de la escuadra norteamericana mandada por el almirante Sampson: cuatro potentes acorazados (Indiana, Oregon, Iowa, Texas), dos cruceros acorazados (Brooklyn, New York) y un navío ligero (Gloucester), sin contar buques auxiliares y transportes, blindados los cuatro primeros con planchas de acero de casi medio metro de espesor y cañones de 330, 305 y 203 mm.: artillería pesada que que sumaba, entre todos, 52 bocas de fuego de grueso calibre frente a las seis piezas grandes que sumaban los barcos españoles, piezas cuyo calibre máximo era de 280 mm. Aquello, resumiendo, iba a ser para los norteamericanos un simple ejercicio de tiro al blanco; y Pascual Cervera, el almirante español, había intentado disuadir de semejante locura al gobierno de la nación. Pero la guerra es fácil vivirla desde el velador de un café, en Madrid reinaba un momento de exaltación patriótica. Así que se le recordó a Cervera aquello de don Casto Méndez Nuñez cuando el bombardeo de los fuertes del Callao: que más valía honra sin barcos, que barcos sin honra.



El almirante Cervera y los comandantes de su escuadra eran profesionales veteranos y no se hacían ilusiones. Sabían que no podían ganar; y la noche anterior a la salida, en la última reunión de oficiales, éstos se habían estrechado las manos, despidiéndose unos de otros. Iban al suicidio irremisible, pero las órdenes no admitían réplica. Así que no quedaba otra que calentar calderas y hacerse a la mar. En tales condiciones, sólo había una doble táctica posible: salir del puerto forzando el bloqueo norteamericano, abrirse paso a cañonazos y tratar de escapar forzando máquinas, en la única esperanza de que, saliendo de improviso, los norteamericanos no tuvieran tiempo de calentar las suyas; y, en caso de no poder escapar, acortar distancias quien pudiera y pelear de cerca, intentando suplir así la diferencia de alcances y calibres. Sobre si el anciano almirante albergaba o no dudas respecto al desenlace de aquella locura, nos aporta un preciso dato el hecho de que, desde el primer momento, fue guardando cuidadosamente todos los partes con las órdenes recibidas y sus propias objeciones y protestas, y antes de zarpar las remitió al arzobisbo de Santiago. Saliera vivo o muerto de aquella, no quería que en Madrid arrastrasen su honor y su nombre por el suelo. A fin de cuentas don Pascual era español, y sabía que cuando todo se fuera al diablo y la prensa bramara, y los ministros y los almirantes de Madrid se quitaran de en medio como de costumbre, eludiendo responsabilidades, todos iban a buscar una cabeza de turco en la que justificar los platos rotos. Como así fue, en efecto; aunque toda aquella documentación le permitió salvar luego la faz y la carrera ante el consejo de guerra que, como era de esperar, le organizaron a su regreso del cautiverio.

"De esa forma se estableció lo que sería el mapa de la tragedia: los buques españoles queriendo ganar distancia corriendo la costa, y la escuadra norteamericana navegando mar adentro, paralela a la derrota de éstos, cañoneándolos de lejos y a placer."
De ese modo, en la mañana de aquel negro 3 de julio, con buen tiempo y mar en calma, el Infanta María Teresa, buque insignia de la escuadra española, izó la bandera de combate y pasó por delante de los otros cruceros, que hicieron los honores de ordenanza al primero de ellos que iba al sacrificio. A bordo, en sus puestos, los pobres y leales marineros e infantes de marina, que ignoraban el dramático alcance de la situación y hartos del bloqueo deseaban de veras salir a pelear, empezaron a barruntar en el ambiente lo que les aguardaba allá afuera. El silencio a bordo se hizo mortal. A las 9,30 dobló el Teresa (capitán de navío Concas) el bajo del Diamante y salió a mar abierto, observado por la multitud que se había congregado en los fuertes del Morro y Socapa para ver el combate. El almirante Cervera estaba en el puente, los artilleros listos para disparar sus piezas desprotegidas de blindaje, expuestas al fuego enemigo. El plan era que el buque insignia intentaría atraer los fuegos de la escuadra enemiga mientras los otros cruceros y contratorpederos intentaban forzar la suerte navegando a lo largo de la costa como se corre a lo largo de una galería de tiro. Así que los artilleros del Teresa abrieron fuego con la segunda batería de cubierta, y ese fue el primer disparo de la batalla.



El buque norteamericano más próximo era el crucero Brooklyn, y hacia él ordenó el comandante Concas poner proa, intentando embestirlo. Pero viró el Brooklyn en ese momento, metiendo sobre estribor, y descargó una andanada con las piezas de popa, viéndose de inmediato el Teresa bajo el fuego de toda la artillería enemiga. Ante la enormidad del castigo y resultando imposible acercarse más a los norteamericanos, que lo cañoneaban de lejos, el Teresa arrumbó al oeste intentando alejarse a lo largo de la costa, y de esa forma se estableció lo que sería el mapa de la tragedia: los buques españoles queriendo ganar distancia corriendo la costa, y la escuadra norteamericana navegando mar adentro, paralela a la derrota de éstos, cañoneándolos de lejos y a placer.

"Desde sus observatorios privilegiados en tierra firme, los aterrados testigos de la carnicería vieron como, a pesar de lo que estaba ocurriendo allá afuera, los barcos españoles seguían saliendo impávidos por la bocana."
Porque ya eran dos. En cumplimiento de las órdenes recibidas, con la marinería apretando los dientes tras sus inútiles cañones, los fogoneros paleando carbón en el infierno de sus calderas —aunque eran una trampa mortal, no hubo deserciones de fogoneros durante el combate— y los oficiales resueltos y sin esperanza en los puentes de mando, los buques españoles seguían saliendo por la bocana uno tras otro: diez minutos después del Teresa, el Vizcaya salía a mar abierto y los norteamericanos dividieron sus fuegos. A esas alturas, el María Teresa ya tenía la cubierta sembrada de cadáveres, estaba en llamas, destrozadas las chimeneas, los puentes y la superestructura, disminuía su andar, y tenía a todos los hombres del puente muertos o heridos. Bajaron al comandante Concas a la enfermería y tomó el mando el almirante Cervera, también herido, decidiendo meter sobre estribor para embarrancar el buque en la costa y que no fuese capturado por el enemigo; y así se hizo a las 10,15, siempre bajo intenso fuego norteamericano, tras haber navegado cinco desesperadas millas hacia el oeste.

En cuanto al Vizcaya, aprovechando que los cañones enemigos aún se cebaban en el Teresa, se lanzó —siguiendo las órdenes recibidas— a toda máquina hacia el oeste, intentando romper el cerco y alejarse de la escuadra norteamericana; pero el mal estado de sus máquinas y los fondos sucios le impedían desarrollar el andar suficiente, y cuantos iban a bordo comprendieron que no escaparían a su destino: pronto los acorazados norteamericanos, dejando al agonizante Teresa, empezaron a centrar su tiro sobre el nuevo crucero.



Pero ya había un tercer protagonista del drama. Desde sus observatorios privilegiados en tierra firme, los aterrados testigos de la carnicería vieron como, a pesar de lo que estaba ocurriendo allá afuera, los barcos españoles seguían saliendo impávidos por la bocana. Era el turno del Cristóbal Colón. Desprovisto de artillería pesada, este buque sólo podía confiar en la potencia de sus máquinas; y de ese modo, pasando bajo el fuego de los acorazados próximos, se lanzó tras la estela de su hermano el Vizcaya, que se alejaba barajando la costa.

"La costa era ya una sucesión de buques embarrancados y en llamas, de cientos de hombres ensangrentados que intentaban ganar la costa a nado o se hacinaban heridos en las playas y sobre los arrecifes."
Hubo una pausa, y pareció que todo terminaba allí. Pero de pronto, y ante los incrédulos ojos de cuantos presenciaban la tragedia, un nuevo crucero español apareció entre El Morro y Socapa, con el pabellón de combate izado. Era el Oquendo, y desde el momento de su salida quedó sellada su suerte: lo hizo bajo el fuego continuo y devastador de los acorazados Oregon y Iowa, y a pesar de ello dobló el bajo del Diamante maniobrando con increíble sangre fría entre los piques, columnas de agua e impactos de la artillería pesada norteamericana, en una de las más impecables faenas marineras que registran los anales de la marina militar española. A pesar de saberse perdido de antemano, el crucero español devolvió fuego por fuego, observando impotente la dotación cómo sus proyectiles apenas arañaban los blindajes norteamericanos. Desesperadamente intentó forzar máquinas, pasó muy cerca del Teresa cuando éste iba ya a encallar en la costa, y destrozado, con todo el costado de babor ardiendo, un último y sólo cañón disparando hasta que todas las torres enmudecieron, sin chimeneas y con 126 muertos a bordo —incluido el propio comandante Lazaga, su segundo, su tercero y los tres tenientes de navío más antiguos—, fue a embarrancar a toda máquina en la costa, una milla más al oeste de su buque almirante.



La costa era ya una sucesión de buques embarrancados y en llamas, de cientos de hombres ensangrentados que intentaban ganar la costa a nado o se hacinaban heridos en las playas y sobre los arrecifes, cuando una nueva silueta gris se destacó en la bocana, y tras ella aún siguió otra: salían los últimos dos barcos de la escuadra, los destructores contratorpederos Furor y Plutón, cuyas órdenes incluían acompañar a los mayores y ponerse a sotafuego de éstos hasta que, merced a su andar, lograran escapar a toda máquina; pues sus endebles estructuras y armamento nada podían contra los acorazados enemigos: bastaba un solo cañonazo para partirlos en dos. Se ignoran las causas del retraso, que los dejaba expuestos sin la menor esperanza al fuego enemigo; pero el hecho es que, a la hora de salir, lo hicieron solos, uno tras otro, navegando valerosamente a toda máquina, frágiles y patéticos entre el zumbido de las granadas y el impacto de los proyectiles, siendo destrozados en el acto por los buques menores norteamericanos y la artillería de tiro rápido del Indiana. Se fue a pique el Furor con su comandante muerto en el puente (capitán de navío Villaamil), y embarrancó en la costa el Plutón (teniente de navío Vázquez), arrasados ambos de proa a popa por el fuego enemigo, y con uno de cada tres hombres de las dotaciones muerto en su puesto de combate.

Aún seguían a flote dos cruceros españoles, perseguidos por la jauría de acorazados yanquis. El Vizcaya continuaba su desesperada navegación hacia el oeste, vueltos ya hacia él casi todos los cañones de la escuadra norteamericana. Lo seguía a poca distancia el Cristóbal Colón, y los dos intentaban, como lo habían intentado sus compañeros, navegar corriendo la costa para escapar al fuego enemigo. Sus cañones, aunque el porcentaje de impactos en el adversario fue mayor por parte de los artilleros españoles, seguían sin hacer mella en los blindajes norteamericanos. En cambio, las devastadoras andanadas del adversario les mataban a los marineros en las mismas piezas, incendiaban las maderas, hacían saltar torres y superestructuras. Aquello ya no podía durar. Daban caza implacable el Brooklyn, el Texas, el Iowa y el Oregon, así como el buque insignia New York, alejado al principio e incorporado a mitad del combate. El Colón, que pese a no llevar artillería pesada era el buque más rápido de la escuadra española, consiguió adelantarse mientras sus tripulantes, angustiados, veían quedar por el través y luego atrás al infortunado Vizcaya, más lento, al que el desesperado esfuerzo de sus fogoneros, paleando carbón como condenados, no bastaba para darle el andar necesario. De ese modo, el Vizcaya fue quedando abandonado a su suerte, bajo el fuego de todas las unidades enemigas. Pero se batió bien, con el coraje de la desesperación, hasta el final. Viendo su comandante (capitán de navío Eulate) que era imposible proseguir, con cuatro oficiales muertos y el barco ya en llamas, los ascensores de la munición de las torres inutilizados y sin poder sostener el fuego artillero más que unos pocos minutos más, ordenó caer bruscamente a babor sobre el Brooklyn, que era el enemigo más cercano, a fin de acortar distancias y embestirlo para arrastrarlo consigo al fondo del mar. Pero se lo impidieron los fuegos concentrados del Oregon y el Iowa, que se interpusieron, obligando al Vizcaya a caer de nuevo a estribor, embarrancando sobre las 11,30 de la mañana unas quince millas al oeste de Santiago, en Aserraderos, ardiendo y sin arriar la bandera.


"Así fue como acabó todo, y como el pabellón español dejó de ondear en un mar que había sido suyo durante cuatro siglos."
Quedaba el último, el Cristóbal Colón (capitán de navío Díaz Moreu), que había pasado junto a la costa jalonada por los compañeros en llamas, peleando con su inútil artillería de mediano y pequeño calibre, y ahora navegaba seis millas adelante, a toda máquina, aún con la esperanza de dejar atrás a sus perseguidores. Y lo cierto es que, de la escuadra española, fue el único que realmente estuvo aquel día a punto de conseguirlo. Pero la jornada iba a ser fatal para todos, y cuando ya se creían fuera de peligro, el maquinista mayor del Colón subió al puente a comunicar al comandante que el carbón bueno se había acabado, y que el que ahora estaban usando reducía en tres nudos la velocidad. Con la muerte en el alma, el comandante Moreu comprobó que, en efecto, las máquinas perdían potencia y la escuadra norteamericana acortaba distancias dándole caza sin remedio. Le disparaban desde lejos, y el Colón, desprovisto de su artillería pesada de popa, solo podía combatir de cerca con piezas ligeras y atravesándose a los adversarios, lo que significaba renunciar a la maniobra y ofrecer más blanco al enemigo. Según reconoció el propio almirante Sampson más tarde en el parte oficial de la escuadra victoriosa, para el comandante del navío español quedarse en alta mar significaba ser capturado, y ya el Oregon procuraba interponerse entre él y la costa. Como los buques españoles no llevaban botes de salvamento, abrir los grifos de fondo y hundirlo allí significaba para Moreu la muerte de casi toda la tripulación, que era de 500 hombres. De modo que ordenó maniobrar para eludir al Oregon, y luego arrojó el navío a toda máquina contra la costa tras haber navegado 48 millas, abrió las válvulas, inundó el buque y arrió la bandera.



Así fue como acabó todo, y como el pabellón español dejó de ondear en un mar que había sido suyo durante cuatro siglos. Cesó entonces el fuego norteamericano, pues ya no había contra quién disparar. Eran las 13,30 de la tarde. Aunque el tiro de los artilleros españoles había sido continuo y preciso durante las cuatro horas de combate —el Brooklyn recibió 41 impactos del Teresa y del Vizcaya— los norteamericanos, protegidos tras sus blindajes y sus cañones de largo alcance, no tuvieron más que un muerto, dos heridos y nueve contusos, en lo que para ellos fue un cómodo ejercicio de impune tiro al blanco. Pero en el fondo del mar, en los barcos en llamas y en las playas ensangrentadas, había 323 españoles muertos y 151 gravemente heridos: uno de cada cuatro hombres de la escuadra del almirante Cervera.



Era tarde de domingo. A la misma hora que los supervivientes españoles eran capturados por los buques norteamericanos, agonizaban en las playas o se abrían penosamente paso por la selva para intentar llegar a Santiago y seguir combatiendo en tierra, en Madrid lucía un sol espléndido y la gente, incluidos algunos miembros del gobierno, se divertía en los toros. Según cuenta Francos Rodríguez: “Asistió gran cantidad de público y hubo dos corridas, una en la plaza de Madrid y otra en Carabanchel. Ambas con resultado feliz”.

Años después, Miguel de Unamuno escribiría: “Cuando en España se habla de cosas de honor, un hombre sencillamente honrado tiene que echarse a temblar”.

Arturo Pérez Reverte

jueves, 12 de abril de 2012

Seres eléctricos

Patente de corso
El iceberg del Titanic
XLSemanal - 06/6/2011

Ayer entré en un bar y no pude tomarme un vermut porque la máquina registradora no funcionaba. Era un chisme con pantalla táctil y casillas determinadas para cada consumición, y se había estropeado. Le dije al camarero que me dijese cuánto debía, y punto. Como toda la vida. Pero respondió que imposible. Tenía que marcarlo antes. Sus jefes no le dejaban hacer otra cosa; y hasta que la máquina funcionase, no podía servir nada. Así que me fui al bar de enfrente, regentado por una china simpática: un sitio como Dios manda, con moscas, albañiles y borracho de plantilla. La dueña hablaba español con acento entre chino y de Lavapiés. Tomé mi vermut, pagué y dejé propina. Cuando salí a la calle me acordaba del Titanic, que era insumergible, y de los mil y pico gilipollas que se ahogaron en él con cara de asombro, como diciendo: esto no puede pasarme a mí. Cielos. No estaba previsto.

Mientras me alejaba, pensé más cosas. En cómo nos gusta apretar un botón y tener la vida resuelta. En los peligrosos atajos suicidas por donde nos deslizamos sin vuelta atrás, por la cuerda floja. En cómo hacemos el mundo cada vez más vulnerable, sujeto al chispazo más tonto, al fallo inevitable, al iceberg puesto por el Destino en el rumbo del frágil barco en el que navegamos a toda máquina, a ciegas en la noche. En los millones de cuentas bancarias y tarjetas de crédito, por ejemplo, que unos piratas informáticos destriparon hace unos días, al meterse en unas plataformas de juegos electrónicos. O en el amigo contándome hace poco que, durante un viaje a Nueva York, perdió su teléfono móvil y con él toda su agenda; y cuando le pregunté por qué no tenía una libreta de teléfonos anotados, como yo, me dijo: «Hala, antiguo», como si yo fuera el abuelo Cebolleta.

Recordé también cuando fui a echar una carta a Correos y se había ido la luz, y el de la ventanilla me dijo que verdes las iban a segar, porque la máquina de franquear era eléctrica. Y cuando pedí un sello de siempre, de aquellos con el careto del rey, se tronchó de risa y dijo que de eso no tenían ya. Que probara suerte en un estanco. También recordé cuando en un restaurante no funcionó el chisme de las tarjetas y el camarero dijo que esperase a que volviera la línea, y yo respondí que me hicieran una copia manual de la tarjeta o me iba a esperar a la calle, y entonces me hicieron la copia. Aunque la culpa fue mía; porque también, como todos, llevo la cartera llena de plástico con claves, chips y cosas así, y me la rifo aceptando las reglas de esta ruleta rusa en la que, en nombre del confort y el mínimo esfuerzo, nos zambullimos todos de cabeza. Entre otras cosas -lo diré a modo de descargo-, porque a quien no acepta lo dejan fuera. Hace tiempo, por ejemplo, que es imposible sacar un billete de avión normal en una oficina de Iberia de Madrid, y cualquier día las agencias dejan de emitirlos. Entonces sólo podrán sacarse por Internet; y el que no sepa manejarse allí, o no le apetezca, o sea un carcamal opuesto a teclas y pantallas de ordenador, que se fastidie. Que trague, o que no viaje.

Y así, unos sinvergüenzas ahorran personal y sueldos, y otros idiotas nos vamos al diablo. Resolver cualquier problema nos cuesta horas de teléfono frente a voces enlatadas, marcando tal para esto o cual para lo otro. Todo cristo se ha puesto contestador automático en el móvil, en vez de la antigua señal de comunicando sale un buzón de voz, y ahora llamamos cinco veces a quien antes llamábamos una. Coches que antes se reparaban con una llave inglesa quedan bloqueados y ni gira el volante al menor fallo electrónico. O nos vemos sin teléfono, sin ordenador portátil, sin tableta electrónica o sin lo que sea, porque se escachifolla el cargador y la tienda de repuestos no abre hasta mañana. O no hay tienda. Yo mismo, el idiota al que mejor conozco, dependo cada día de que haya electricidad para que funcionen el teclado y la pantalla con que me gano la vida. De nada me sirve haber tenido la precaución de conservar dos viejas Olivetti, por si acaso, si ya no venden en ningún sitio las cintas de máquina de escribir que las alimentan.

Hay un consuelo: así lo hemos querido. Nadie nos obligaba. Pero hasta los más renuentes hemos aceptado las reglas de este disparate. De esta espiral imbécil. Nunca fuimos tan vulnerables como hoy. Hemos olvidado, porque nos conviene, que cada invento confortable tiene su accidente específico, cada Titanic su iceberg y cada playa paradisíaca su ola asesina. Por eso nos van a dar, pero bien. A todos. Ya nos están dando. Y déjenme que les diga algo: a veces, incluso cuando palmo yo, me alegro. O casi. Hay siglos en que simpatizo con el profesor Moriarty.



 Que Fortuna ampare a Reverte.

jueves, 12 de enero de 2012

Manuel Calderón

No es frecuente encontrar en los medios de comunicación ni en la vida publica las palabras honor, decencia, responsabilidad (no como arma arrojadiza), dignidad o seriedad (que no es lo mismo que aburrimiento).
Intentad acordaros de la última vez que la leísteis o que la pronunciasteis... dignidad, decencia, honradez no son valoradas, ni publicadas.

No estoy hablando de tribunales de honor, ni duelos al amanecer o gilipolleces varias que siempre han ido asociadas a la palabra honor.

Estoy hablando de responsabilidad, de dar valor a tu palabra, de seriedad, de honradez.

Para mi, solo los hombres libres tienen palabra; los esclavos, los lacayos serviles no; tan solo los hombres libres y estos lo son cuando su palabra es respetada, en primer lugar, por ellos mismos, porque...¿ que valor puede tener una palabra que no es respetada ni por su emisor?.

Soy hombre de comercio, mi palabra tiene valor, por que la doy y la cumplo; eso es importante para mi, es dignidad y ser responsable con lo que haces, aparte de ser inversión de futuro.

Por eso no me gustan los cantamañanas que siempre me recuerdan que tiene palabra, una vez en Aranda a un gilipollas le dije: "poco valdrá, cuando tanto la defiendes"...porque la gente de  Palabra, no la defiende constantemente, la tiene y punto, como el que es alto no necesita estar repitiéndolo continuamente...No les aguanto, piensan que todos son como ellos...

Por eso me gusta leer historias como las de aqui abajo, de gente consecuente, responsable y como dice el titulo DECENTE.
He titulado la entrada Manuel Calderon, porque merece que este en internet como ejemplo, porque seguramente en este país de gasolineras, príncipes, trajes y demás parafernalia, don Manuel Calderón no sera conocido.
Aqui os la dejo la historia muy resumida por un profesional, sinceramente es de lo mejor que he leído desde hace mucho tiempo, sino podéis verla ahora pasad más tarde es muy buena, espero que a vosotros tambien os guste...


Patente de corso (Don Arturo Pérez Reverte)
Un marino decente XLSemanal - 09/1/2012


  Hace tiempo que no tecleo en plan abuelito Cebolleta, contando alguna peripecia histórica. Así que refrescaré una que, en realidad, es epílogo de otra que ya referí hace tres años -Un gudari de Cartagena- sobre el combate del pesquero armado republicano Nabarra con el crucero nacional Canarias durante la Guerra Civil. La acción tuvo lugar cerca del cabo Machichaco; y como señalé en su momento, es mi episodio favorito de la historia naval española del siglo XX. Lo que voy a contarles quizá contribuya a aclarar por qué. El 5 de marzo de 1937, durante una acción contra un pequeño convoy republicano, las 13.000 toneladas y las cuatro torres dobles del Canarias, capaces de disparar proyectiles de 113 kilos, se enfrentaron a un humilde bacaladero de la Euzkadiko Gudontzidia -ikurriña en la proa y bandera española con franja morada a popa- armado con sólo dos cañones de 101.6 milímetros. El combate fue brutal y sangriento: durante una hora, maniobrando con tenacidad suicida entre una fuerte marejada, el comandante del Nabarra, Enrique Moreno Plaza, un murciano al que la Enciclopedia Auñamendi llama «marino vasco nacido en la Unión» -confirmando, como dice mi amigo el marino y escritor Luis Jar, que los vascos nacen donde les da la gana-, y los cuarenta y ocho hombres de la dotación, lograron arrimarse lo bastante al crucero enemigo para sostener un combate que sus propios adversarios, en el parte oficial, calificarían de «eficaz y admirable». Y al fin, en llamas, sin arriar bandera, el pequeño Nabarra se hundió con treinta hombres a bordo -imposible compararlos con los miserables que hoy se llaman a sí mismos gudaris-, incluido el comandante. Con ellos murió también el cocinero, Pedro Elguezábal, que mientras se iban a pique, animado por una botella de coñac, enseñaba al Canarias un cuchillo desde la borda gritando: «Venid si tenéis huevos, cabrones». Ésa es la historia que conté hace tres años, aunque en folio y medio no me cabía el epílogo. Uno de esos adversarios que calificaron de eficaz y admirable la hazaña del humilde Nabarra fue el tercer comandante del Canarias, Manuel Calderón. Y ese marino de la escuadra nacional demostró, con su comportamiento tras el combate, una admiración por la valentía del enemigo derrotado, una compasión y una calidad humana que situaron en el mismo plano de grandeza moral, quizá por única vez en la sucia historia de nuestra Guerra Civil, a vencedores y vencidos; sobre todo en lo que se refiere al aspecto naval del conflicto, donde la saña de unos y otros desbordó la infamia, con asesinatos masivos de oficiales en la zona republicana y con una despiadada aplicación de la pena de muerte por parte de los tribunales franquistas a los marinos, mercantes o de guerra, capturados al bando enemigo. Ése fue el caso de los diecinueve supervivientes del Nabarra, que fueron condenados a muerte tras su desembarco y prisión. Y si no se cumplió la sentencia fue gracias a los esfuerzos del comandante del Canarias, capitán de navío Moreno, y sobre todo al tesón de su tercero, el capitán de corbeta Calderón, que removió cielo y tierra para salvar la vida de los vencidos. Calderón llegó al extremo de pedir una entrevista con el general Franco, en la que argumentó: «Esos hombres son unos héroes, y los héroes merecen vivir». Tanto insistió una y otra vez en alabar el valor de aquellos diecinueve marinos, que para quitárselo de encima Franco acabó concediendo el indulto y la liberación inmediata de todos ellos. «Sáquelos de la cárcel -fueron sus palabras exactas-. Y luego invítelos a comer chipirones. Pero pague usted de su bolsillo». Hubo algo más que chipirones. Porque Manuel Calderón siguió velando el resto de su vida por los supervivientes del Nabarra. Buscó trabajo a unos, recomendó a otros y protegió a todos para que no sufrieran represalias. Al marinero Lahoz le avaló un crédito bancario, al segundo oficial Olaveaga lo ayudó a obtener el título de capitán de la marina mercante, y cuando supo que al telegrafista Cahué le negaban trabajo en Baracaldo por sus antecedentes políticos, se presentó allí de uniforme, convocó al alcalde y al comandante de la Guardia Civil, y dijo que al día siguiente quería ver a Cahué trabajando. Fue Manuel Calderón, en suma, un marino decente y un hombre de honor. Con más gente como él, la suerte de la infeliz España habría sido entonces, y aún ahora, más afortunada de lo que fue y de lo que es. La prueba de que los hombres del Nabarra le profesaron idéntica lealtad y aprecio es que cuando Calderón, soltero y sin hijos, murió en 1979 en una residencia de ancianos, sus antiguos enemigos en el combate de cabo Machichaco lo habían hecho padrino de treinta y dos hijos y nietos.


 Que Fortuna nos propicie dignidad.

viernes, 1 de julio de 2011

Tribunal Constitucional y Bildu.

Patente de corso
Casas cuartel y remordimientos
XLSemanal - 27/6/2011

Es curioso lo de los remordimientos. El arrastrar la culpa con el tormento del recuerdo. Y es muy poca la gente que conozco que los tenga de verdad. Sin embargo, todo el que vive y camina deja muertos a la espalda. Cadáveres en la cuneta. Todo ser humano causa daños colaterales a otros, deliberada o accidentalmente. Por azar, por inexperiencia, por las simples y terribles reglas de la vida. Carga con fantasmas de los que tal vez ni siquiera es consciente, pero a los que el tiempo y la lucidez permiten identificar, tarde o temprano. O suponer.

Sin embargo, el ser humano también es un superviviente natural. Necesita vivir tranquilo, olvidar, no volver la vista hacia ciertas zonas oscuras de sí mismo. Acolchar en la memoria los malos ratos, los sufrimientos, el horror. Sólo así se explica, supongo, que quienes sufren pérdidas familiares terribles se adapten, a veces, a la vida normal. Que las víctimas procuren olvidar, o lo intenten. Que incluso perdonen a sus verdugos, o sean capaces de convivir con ellos sin recurrir al viejo expediente del ojo por ojo. Al inmenso alivio de la venganza.

Le di unas cuantas vueltas a este asunto hace unos días, cuando se juntaron varias cosas. Una fue la detención del cerdo carnicero al que en otro tiempo, en los Balcanes, conocí como general Mladic. Los canallas de ese calibre no tienen remordimientos, por supuesto; pero uno habría esperado que sus cómplices por defecto, toda aquella diplomacia europea y de Naciones Unidas, con nombres y apellidos -tengo uno, español, en la punta de la lengua-, que durante tres cochinos años le estuvo dando palmaditas en la espalda y besos en la boca a Mladic y a sus jefes de la Gran Serbia con pretexto de apaciguarlos, mostrase a estas alturas alguna contrición por el infame papel que hicieron en aquello. Por las innumerables fosas comunes con que tres años de infame pasividad, cobardía e impotencia alfombraron la antigua Yugoslavia. Pero resulta que no. Que ahora esos perfectos mierdas se congratulan de que al fin se haga justicia. La que ellos no tuvieron las agallas de hacer, cuando podían.



Otro asunto que me hizo pensar en remordimientos, o en la ausencia de ellos, fue el vigésimo aniversario de la matanza terrorista en la casa cuartel de la Guardia Civil, en la localidad catalana de Vic. Y no hablo de los siempre heroicos gudaris de ETA, analfabetos hasta para deletrear la palabra, sino de la gente respetable, o que se dice tal. A fin de recordar a las diez víctimas, simbolizadas en aquella foto del guardia civil ensangrentado llevando en brazos a una niña a la que le faltaba un pie, allí se congregaron hace pocas semanas cuatro gatos: representantes de los cuerpos policiales, y punto; con clamorosa ausencia del consejero de Interior y del presidente de la Generalidad
(estaban aporreando a ciudadanos indefensos).
La población de Vic tampoco estuvo presente ni se esperaba que estuviera, porque un asunto de guardias civiles, obviamente, no iba con la honrada y laboriosa Cataluña. Ya lo habían dejado claro los vecinos a los dos años justos del atentado -que en su momento acogieron con lógico desagrado, pero también con indiferente silencio-, cuando, esa vez sí, salieron a la calle para protestar porque la nueva casa cuartel iba a construirse cerca de una escuela. Al mismo tiempo que un imbécil apellidado Carod Rovira, que ni sé a qué se dedica ahora ni me importa un carajo, pero que durante algún tiempo salió mucho en la tele gracias a unos cuantos miles de honrados y laboriosos ciudadanos catalanes con derecho a voto -incluidos, supongo, varios de Vic-, escribía a ETA una carta memorable y por supuesto ya olvidada: «Cuando queráis atentar contra España, situaos previamente en el mapa».

Tienen suerte todos ésos. Los que así funcionan. Quienes lo mismo bostezan sobre una fosa bosnia que sobre los escombros de una casa cuartel donde fueron asesinadas diez personas. Otros no tienen tanta suerte, pues sobrevivir no siempre es confortable. Asombraría conocer la cantidad de espectros que arrastran algunos: cadáveres propios y ajenos, remordimientos por aquéllos a quienes mataron o ayudaron a matar, real o figuradamente. Por cientos de causas. Vivían pendientes de la hora del telediario o el cierre del periódico, miraban en otra dirección, estaban absortos caminando, viviendo, durmiendo. Ya lo dije: sobreviviendo. Algunos, los más afortunados, escriben novelas con eso.

O quizá artículos como éste. Otros con menos recursos o menos suerte se limitan a estar con los ojos abiertos de noche, dando vueltas por habitaciones a oscuras. Pagando el sucio peaje de la vida. Pero esto, naturalmente, es lo raro. El insomnio. Basta un vistazo alrededor para confirmar que, en materia de remordimientos, la mayor parte de nosotros duerme a pierna suelta. Son pocos los que juegan al ajedrez con sus fantasmas.

Me he acordado del Tribunal Constitucional.
Que Fortuna nos libre de tantos tribunales y nos proporcione más JUSTICIA

jueves, 3 de febrero de 2011

Infanteria

Ve me visto reflejado en este articulo de Don Arturo Pérez Reverte. Como por razones que no vienen al caso, me cuesta muchísimo tocar las teclas del ordenador, os lo pongo. Yo no viajo al extranjero, pero en mi nivel... me ha tocado la fibra. Es la historia de la lucha, por penetrar en diferentes ambientes, muchas veces hostiles, muchas veces mal vistos, siempre solos. Es la historia de muchos trabajadores honrados, bajo un país gobernado desde hace siglos por auténticos imbéciles.

Los vi hace poco en el aeropuerto de México: ojerosos, mal afeitados, hechos polvo tras largos vuelos y tránsitos infames. Eran cuatro -uno, naturalmente, se llamaba Pepe- y hablaban de Flandes y de las Indias. O de como se diga ahora. Holanda, decían. México y Venezuela. Sitios así. Hablaban de saqueos, botines y aventuras. O sea, de buscarse la vida donde ésta late. De negocios. Estaban allí con sus arrugados coletos de cuero transformados en trajes de chaqueta y corbata; con sus armas, que eran ordenadores y agendas, y con esa mirada absorta, fatigada, que les queda a los que vienen de asaltar las murallas de Breda o pelear en las calzadas de Tenochtitlán. Observándolos mientras consultaban las salidas de los vuelos, concluí que tampoco, si uno se fija bien y leyó los libros adecuados, hay tanta diferencia: Barajas en vez de Cádiz, Lisboa o la boca del Guadalquivir, en galeones, o Italia y el Camino Español por los Alpes y Suiza, rumbo al norte de Europa. La fiel infantería del rey católico: la misma gente que hace cuatro siglos, harta de monarcas imbéciles, curas parásitos y funcionarios sanguijuelas, decidió que era mejor intentarlo allá afuera y reventar en ello, que languidecer en una tierra yerma, ingrata, dejada de la mano de Dios.

Alguien escribió que en otro tiempo, cuando España se dilataba en el mundo, los españoles se echaron afuera a pelear y buscarse la vida, desde nobles hasta labriegos. Y fue cierto. Unos lo hicieron por hambre de gloria y dinero; otros, los más, por hambre de verdad. Desde las Indias a Filipinas, del norte de África a Europa entera, contra toda clase de naciones bárbaras o civilizadas, pelearon hidalgos y campesinos, bachilleres y pastores, caballeros y pícaros, amos y criados, soldados y poetas. Pelearon Cervantes, Garcilaso, Lope de Vega, Calderón, Ercilla y muchos más. En todas las tierras y climas, bajo nieve, sol, lluvia o viento, desharrapadas huestes de españoles pequeños y recios, fanfarrones, crueles, hechos a la miseria, el sufrir y las fatigas, con todo por ganar y nada que perder salvo la vida, renegando a cada paso en todas las lenguas de España, acuchillándose entre sí en los ratos libres que no empleaban en degollar a terceros, caminaron tras las rotas banderas en busca de pan que llevarse a la boca. Así llenaron los espacios en blanco de los mapas, las tierras incógnitas. Y sin pretenderlo, de rebote, los que regresaron vivos trajeron Méxicos y Perús, riquezas hasta para quienes nunca arriesgaron nada. E historias fascinantes que escuchar.

Pensaba en eso viendo a los cuatro soldados de los modernos tercios que aguardaban en el aeropuerto. La misma hambre, me dije. El mismo dilema. Quedarse en esta tierra estéril y enferma es languidecer. Recordé haberlos visto toda mi vida en cien rincones perdidos del mundo, alojados en hoteles de veinte dólares donde nunca para un hombre de negocios acomodado. Planchándose ellos cada mañana su único traje, como otros se revestían el arnés y el acero, antes de echarse a la calle a pelear de nuevo. A arrancarle el botín a la vida donde ésta se deja. Lo mejor de nuestra fiel infantería: empresarios y comerciales españoles que no gastan más de lo preciso en dormir y comer, sobrios y tenaces; pero que cada mañana, a la hora del combate, riñen con esos otros a quienes todo sobra, tumbando a base de iniciativa e imaginación a competidores de grandes compañías gringas que han hecho masters en Harvard y escriben sin faltas de ortografía; y que sin embargo se ven, sin comprenderlo, acuchillados por esos tipos duros, hambrientos y mal afeitados que no tienen Visa Oro pero saben arreglárselas para hacer lo imposible, por pura necesidad y desesperación. Porque hablan la lengua, o se la inventan. Porque lo de buscarse la vida, asaltar murallas para cobrarse pagas atrasadas o pelear en una trinchera, hambrientos y con el barro hasta los huevos, lo llevan en la sangre. Pensé en todo eso, como digo, mirando a esos tipos en la sala de espera del aeropuerto. Nunca imaginaréis, concluí, con cuántas cosas me reconciliáis de nuestra perra España. Calculé sus noches solitarias velando armas, mirando ventanas de cielos extranjeros. La soledad y la dureza del combate librado a tus solas fuerzas, sabiendo que el único día fácil es el que dejaste atrás. Hombres y mujeres valientes, soldados metidos muy adentro en territorio enemigo, que llevan al hombro, a su manera conmovedora, la vieja aspa de San Andrés: los colores de sus modestas empresas -«I am from Murcia», oí decir a uno en El Cairo, hace treinta años, al policía que le pidió la cartilla de vacunación que no llevaba-. Batiéndose a ciegas por la negra honra y por desesperación. Por hambre. Mal pagados e ignorados en su tierra, como siempre. De nuevo, también como siempre, la misma historia. No sabemos vivir de otra manera.



Y con permiso, otra cita del Burgalés más famoso de todos los tiempos:

Allí aguijan los caballos, allí los sueltan de riendas. En saliendo de Vivar voló la corneja a diestra, y cuando en Burgos entraron les voló a la mano izquierda.

Se encogió de hombros el Cid, y meneó la cabeza:

—¡Albricias, Fáñez, albricias!, pues nos echan de la tierra, con gran honra por Castilla entraremos a la vuelta.

Nuestro Cid Rodrigo Díaz en Burgos con su gente entró.

Es la compaña que lleva, de sesenta, con pendón.

Por ver al Cid y a los suyos, todo el mundo se asomó. Toda la gente de Burgos a las ventanas salió, con lágrimas en los ojos, tan fuerte era su dolor.

Todos diciendo lo mismo, en su boca una razón:


¡Dios, qué buen vasallo el Cid! ¡Así hubiese buen señor!

Aunque de grado lo harían, a convidarlo no osaban.

Es la Historia de España, nuestros mejores recursos dilapidados por gobiernos imbéciles, hay veces que me da por culo ser español...

Que Fortuna nos sea propicia.

viernes, 20 de agosto de 2010

Caperucita Roja


Caperucita Roja camina por el bosque, como suele. Va muy contenta, dando saltitos con su cesta al brazo, porque, gracias a que está en paro y es mujer, emigrante rumana sin papeles, magrebí pero tirando a afroamericana de color, musulmana con hiyab, lesbiana y madre soltera, acaban de concederle plaza en un colegio a su hijo. Va a casa de su abuelita, que vive sola desde que su marido, el abuelito, le dio una colleja a Caperucita porque no se bebía el colacao, ésta lo denunció por maltrato infantil, y la Guardia Civil se llevó al viejo al penal de El Puerto de Santa María, donde en espera de juicio paga su culpa sodomizado en las duchas, un día sí y otro no, por robustos albanokosovares. Que también tienen sus necesidades y sus derechos, córcholis. El caso es que Caperucita va por el bosque, como digo, y en éstas aparece el lobo: hirsuto, sobrado, chulo, con una sonrisa machista que le descubre los colmillos superiores. Facha que te rilas: peinado hacia atrás con fijador reluciente y una pegatina de la bandera franquista, la de la gallina, en la correa del reloj. Y le pregunta: «¿Dónde vas, Caperucita?». A lo que ella responde, muy desenvuelta: «Donde me sale del mapa del clítoris», y sigue su camino, impasible. «Vaya corte», comenta el lobo, boquiabierto. Luego decide vengarse y corre a la casa de la abuelita, donde ejerce sobre la anciana una intolerable violencia doméstica de género y génera. O sea, que se la zampa, o deglute. Y encima se fuma un pitillo. El fascista. Cuando llega Caperucita se lo encuentra metido en la cama, con la cofia puesta. «Que sistema dental tan desproporcionado tienes, yaya», le dice. «Qué apéndice nasal tan fuera de lo común.» Etcétera. Entonces el lobo le da las suyas y las de un bombero: la deglute también, y se echa a dormir la siesta. Llegan en ésas un cazador y una cazadora, y cuando el cazador va a pegarle al lobo un plomazo de postas del doce, la cazadora contiene a su compañero. «No irás a ejercer la violencia -dice- contra un animal de la biosfera azul. Y además, con plomo contaminante y antiecológico. Es mejor afearle su conducta.» Se la afean, incluido lo de fumar. Malandrín, etcétera. Entonces el lobo, conmovido, ve la luz, se abre la cremallera que, como es sabido, todos los lobos llevan en la tripa, y libera a Caperucita y a su provecta. Todos ríen y se abrazan, felices. Incluido el lobo, que deja el tabaco, se hace antitaurino y funda la oenegé Lobos y Lobas sin Fronteras, subvencionada por el Instituto de la Mujer. Fin.

Este cuento tan políticamente correcto, no lo he escrito yo. Lo escribio Don Arturo Perez Reverte, se lo he "fusilado" aprovechándome de su generosidad, al publicarlo libremente. Esta dentro del articulo que os he enlazado, creo que con pocas personas tendre tan parecidos puntos de vista como con Don Arturo. He leido sus libros (me falta el último, que ya he comprado pero no empezado) y sigo sus Patentes de Corso, todas las semanas. Se le podrán criticar muchas cosas, pero una de ellas no sera que no habla claro...
Mi aportacion es la Caperucita de arriba, que me pareció una chica muy maja y de conversación agradable, la seleccione después de unas rigurosas pruebas en las que no discrimine a caperucitas, caperucitos, solysombras y mediopensionistas...
Que Fortuna os sea Propicia....